sábado, 22 de marzo de 2014

El último rockero de Boedo



Haga de cuenta que por una vez en la vida perdió los estribos...



Si el barrio de Boedo necesitaba una definición clara, poética y sin solemnidad, para dejar en claro su condición de barrio y que no se acuesta con ninguna magnificencia, tuvimos que llegar a las palabras de Fabián Casas. Un escritor que a fuerza de contar buenas historias, logra convencer con una estética plasmada de originalidad. Una descripción clara sobre este autor sería introducirse en un espacio poco probable de alcanzar. Y para no fracasar en el intento vamos hacer que en el transcurso de la nota, hablen sus textos.
Casas siempre estuvo atravesado por historias delirantes e inquietantes. Por ejemplo, una de ellas fue cuando tenía veintiún años y se estaba por casar. Faltaban dos semanas para su casamiento y se fue de viaje al norte argentino del país durante dos años, recorriendo no solo el norte sino también Bolivia, Perú, Ecuador y Colombia. Después en uno de sus trabajos pasajeros que le tocó ser repositor en una empresa de lácteos, fue despedido al poco tiempo porque había fumado marihuana y se quedó dormido dentro de la cámara conservadora. Lo sacaron en camilla.
Más allá de que las anécdotas puedan rozar lo cómico, forman parte de una personalidad que muchos, quizás, llamen descabellada por sus comportamientos. Casas, si hay algo que tiene claro es lo que no quiere ser, por eso puede satisfacer lugares de la escritura que resultan provocadores y de alguna manera renovadores. Hay muchos escritores que quizás puedan hacerlo de la misma manera o mejor, pero la fuerza de la espontaneidad y la impronta para describir ciertos escenarios y personajes, ya es una marca propia de este autor. Estas historias plagadas de rock, clase baja, intranquilidad y fobias, ya forman parte de una cosmovisión aggiornada de lo que es vivir en la actual sociedad. Hay una mano que logró traer un aire fresco a nuestras letras sin ningún tipo de acomedidas palabras, ni de cuidados que protejan las rebosantes crudezas que se desataron del tan recordado 2001 hasta la fecha.
Uno de sus cuentos más pertinentes para hacer un recorrido en todo esto que venimos diciendo desde el comienzo, se llama “El bosque pulenta” y en uno de sus andamiajes, logra hacernos fabricar una escena de jóvenes que en honor a su barrio de pertenencia, van a dejar en claro quién es que el manda allí.
Mañana a la noche nos juntamos en la esquina de Maza y Estados Unidos, vamos a ir al Parque Rivadavia, para ver cuantos son. ¿Quién dijo eso?, digo. Máximo y los dulces estuvieron de acuerdo. También dicen que va a venir Chamorro y pibes de la Martín Fierro, me larga, para darme a entender que vamos a estar bien pertrechados. Parece que los del Parque Rivadavia se reúnen a la noche bajo el monumento. La idea es seguirlos y después apretarlos cuando se van. ¿Y Chopper?, digo. De Chopper se encarga Chamorro, dice. Una pelea de titanes, digo. La tercera guerra mundial, dice.
A raíz del titulo del cuento, Boedo empieza a contarnos cosas desde una antropología mundana, callejera y psicodélica, que más allá de la ficción comparte cosas con la realidad de hace unos momentos atrás, nomás. No deja de sorprendernos con personajes que sin ningún tipo de problemas podemos comparar con películas de pandillas.
Nosotros empezamos a correr por Venezuela cuando cayó la yuta.
A mí me agarró Máximo y me metió en un taxi. Estaba aturdido. Máximo sangraba por toda la cara.
¿Fueron al Ramos Mejía?
No. No teníamos plata para pagar y ni bien salimos de ese quilombo Máximo le dijo al tipo que no teníamos un mango y nos hizo bajar. Yo bajé por un lado y Máximo por el otro. Pero no lo volví a ver.
Con este poder contundente, sumado al peso de las historias que con gran fuerza noquean a medida que se van leyendo, podemos hacer eje en este narrador. En Fabián Casas.
Son las seis de la tarde y ya se pone oscuro. Estoy tirado en mi pieza, escuchando Abbey Road, de Los Beatles. Escucho sobre todo el lado dos, ese el que más me gusta. Canciones enganchadas o, mejor dicho, una melodía original que va sufriendo mutaciones. Los Beatles; esos si que eran grandes. Lo puedo asegurar. A lo sumo puedo escribir, citar, poner fechas. Por ejemplo: el verano tardó muchísimo en irse. Un calor húmedo y terrible, sábanas húmedas, cigarrillos doblados, olor.
Pero ahora estoy, o estamos – si es que afuera de esta pieza queda alguien vivo – en medio del invierno. Oscurece: ya casi es noche cerrada. Me imagino a las familias alrededor de las mesas, preparadas para cenar, con los hogares encendidos y los leños quemándose en su felicidad. Las rutinas cotidianas del verano modificadas hasta el próximo año.
Firmeza y gran caudal de imágenes, son las que nos cuenta aquí en su cuento Ocio. La fuerza de la pereza muchas veces sirve para poder reflexionar, acerca del yira yira de la vida. Ese swing logra que suene sin ningún tipo de bombo, ni frases rimbombantes, haciendo que se introduzca en nuestros cuerpos y logrando provocar – casi al igual que una canción de Zeppelin – el constante movimiento de nuestra punta de los pies. Compases bien dirigidos forman esta gran prosa que no deja de lubricar este particular estilo. Si fuese una banda de rock, la recomendaría para que la escuchen

domingo, 2 de marzo de 2014

Anti - joven


A fuerza de crueldad
una mente macabra
perece insolente
en almas desterradas.
La cúpula contrae ausencia
ostracismo a los amantes:
sobre el mantel
la última postal;
una sonrisa con manos
despide furores temporales.
Políticas díscolas
no merecen atención
destruyen e instruyen
a subordinados de aliento fugaz
minúsculos albores
artículos del perdón
fracasan en anunciar
¡fraternidad!
lectura cómplice de un mes
cuando es tiempo de saltar
huyen hacia plegarias.
Ampulosas reflexiones
atados a la vertiginosidad.
Pontífice, venerado rey
no sucederá...
una vez más

No me cortes el cable


De Pez a Montaner 


La tarde se había oscurecido. Se avecinaba una tormenta que no estaba pronosticada en ningún noticiero pero que era una realidad desde el balcón. Las nubes cada vez ennegrecían más. Me quedé sin cable y la heladera estaba al borde de pedir “por favor llénenme”. Tenía ganas de una cerveza fresca. Miré por la ventana y ya llovía copiosamente. El único paraguas que tenía estaba roto, así que no tuve más remedio que caminar bajo el agua.
Mientras esperaba el ascensor, no pude evitar distraerme con olor a carne asada que provenía del departamento del vecino. Hacía tanto que no olía eso, que se impregnó en las fosas nasales rápidamente. El estomago hacía unos ruidos misteriosos, cualquiera que hubiese estado al lado mío en ese momento hubiese pensado lo peor; desde asqueroso a repugnante, caben todos los adjetivos. Traté de calmar la ansiedad de la panza con un alfajor que compré en el kiosco del “gordo lumpen”. Le quise comprar una cerveza para evitar el trayecto a los chinos, pero no me la quiso vender porque le debo cuatro envases. “Hasta que no me traigas los envases no hay cerveza, macho”, dijo con cara seria.
Camino a los chinos saludé algunos conocidos del barrio, que preguntaron por la ausencia de mi prima, pero solo sonreí mientras pensaba a cuantos se habrá bajado la muy sin vergüenza. Seguí camino. Cuando pasé por la ventana de una casa de comidas, escuché sonar una canción de Pez. Era la canción que decía: soy porteño, cabeza de departamento…; por cierto, una de mis preferidas. Llegué a los chinos tarareando toda la canción, dejé dos envases y me dieron un pedazo de plástico que tenía el numero dos. Además de las cervezas, agarré un paquete de papas fritas que fui comiendo mientras esperaba para pagar. Una china, enojada, habló con la que atendía la caja. No entendí nada. Veinte mil palabras por minuto. Lo que quedó claro es que no pude comer las papas fritas.
La vuelta a casa fue más rápido, igual pasé de nuevo por la ventana donde escuché a Pez y esta vez, estaba sonando Ricardo Montaner. Eclécticos, pensé. Llegando a casa, me entretuve escuchando como le declaraban amor a las chicas que pasaban por la vereda del lavadero de autos. Uno que tenía el trapo al hombro, dejaba chiquito a cualquier poeta consagrado. Expresiones sin ningún tipo de vuelta esnob. “Mamita te chupo toda” o “te dejo que me cagues encima”, largaban sin escatimar. Mientras gritaba y yo largaba carcajadas, miró hacia donde estaba, buscando complicidad. Atiné a levantar la cerveza, aprobando las cursilerías.
A dos metros de la puerta del departamento había una camioneta del servicio de cable. Eran dos tipos con pretensiones de cortar la señal y ante la molestia del consorcio, en defensa de los afectados, estos hombres mostraron un papel que indicaba una orden de corte. Atravesé el bullicio, todavía la cerveza estaba fría. Serví un poco y terminé de leer Viaje al fin de la noche. Este Celine tiene una prosa demoledora. Sobre el final del libro, fue inevitable no escuchar los gritos que provenían del estacionamiento. Desde el balcón vi como los vecinos habían arrinconado a los dos tipos del cable. Hubo algunos empujones y las puteadas de siempre. Algunas señoras con sus palos de amasar, amenazaban algún golpe ante cualquier intento de corte. También había dos perros enormes que  – creo que eran ovejeros alemanes – ladraban rabiosos. Los tipos del cable dispuestos a todo, sacaron lo más próximo que tenían. Uno sacó un Cutter y el otro, mostró una llave inglesa de gran tamaño. Amenazaron con usarlos si seguían acercándose. Uno de los vecinos, enojadísimo, gritó: “váyanse a cortarle el cable al presidente. ¡Manga de ladrones! Después intento acercarse con su puño izquierdo cerrado y el que tenía la llave inglesa, ni siquiera esperó el amague que ya le había pegado en la cabeza. El hombre perdía sangre a chorros, mientras se tomaba la cabeza, los puteaba sin parar. En la puerta se escuchó la sirena de la policía pero nadie se hizo alarde de esto. Los policías patearon la puerta de entrada, eran tres, e intentaron poner calma.  El vecino de la cabeza rota apareció en el medio de la bataola con un arma y tiró unos tiros al aire. Lo detuvieron. La gente se dispersó, algunos volvieron a sus casas y los más curiosos esperaron a que todo se termine. Al otro día me desperté, prendí la tele y tenía cable. Salí al balcón, saludé a Sofía – es quién mantiene impecable el edificio – mientras veía como lavaba la sangre del piso.
- Ey Sofi ¿y esa sangre? – pregunté sorprendido.
- Estos del cable hicieron un quilombo bárbaro. Le dieron a uno con una llave inglesa en la cabeza.
- Ah, eso lo vi. Entonces no mataron a nadie…
- No, gracias a dios. Igual dicen que van a volver, estos mal nacidos – dijo, mientras pasaba la escoba sin parar.

- No importa, Sofi. Les presentaremos batalla. El cable es nuestro.